lunes, septiembre 26, 2011


Era de mañana y la frialdad de la noche no había dejado aún la habitación.

Mi cuerpo tibio se enredaba entre las sábanas como queriendo negar que el sol había salido ya. Te buscaba entre los pliegues de algodón y te encontraba corpóreo, en letras.

Las hilvanaste una vez más, pero esta vez no sólo salieron palabras tuyas, también salieron palabras de otros y palabras mías que habían resonado en tus oídos tiempo atrás. En el claroscuro de la habitación, el sonido de raíces rompía el silencio y superaba el siseo que mi cuerpo hacía dando vueltas en la cama. Las raíces empezaron a crecer del lado izquierdo, pero yo no noté el sonido hasta que empecé ver el tronco crecer...

Era de color marrón, ensombrecido aquí y allá por la poca luz que se colaba de entre la ventana. Poco a poco crecía y ramas de tonalidades verdes en las puntas también empezaban a romper el aire, quedando mágicamente matizadas por los tonos grisáceos y amarillos de líquenes y flores mínimas.

Yo reía contigo y veía tu sonrisa. El crecimiento del árbol era como el ritmo de fondo para las palabras que cruzabamos sin reparo. Abrazos, besos, monturas, voz dormilona, recorridos, más besos... todos revueltos formaban las hojas del árbol y subían en un otoño inverso y se colgaban del árbol y se mecían arriba de nosotros, susurrándonos en cánticos por más humedad y más sal y más hojas... y más vida...

El árbol se quedó crecido al lado de mi cama. Las raíces la inclinan un poco y ahora, en las noches o mañanas que no te encuentro ahí a mi lado, me quedo bajo su cobijo y escucho entre el murmullo de sus hojas, todas las voces: la tuya, la mía y las de otros que en abrazos, besos y flores mínimas, llenan las horas...

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