Surcos
Tengo miedo de escribir porque no sabría reconstruir con
palabras los surcos de mi frente.
Tampoco sabría cómo borrarlos, quizá eso es lo que más miedo
me da. Sentir el latir del día escapándose por todos lados.
Así, sin entender nada o acaso sólo entender que no alcanzo
a aferrarme ni a mi propio cuerpo.
Te escribo Santo, desde mi cuarto. Frente al espejo. Una
mañana cualquiera.
Pero no escribo nada. La luz no llega hasta donde estoy. No
sé si ha amanecido pues el blackout de la cortina no me deja ver.
O no sé, no veo de cualquier forma
¿Si prendo la luz, podría ver?
¿ver depende de la voluntad?
Saramago se aparece como fantasma y lo miro en el reflejo
del espejo.
Volteo para atraparlo, pero se ha ido.
Vuelvo a mi cara.
Paso las yemas de los dedos por los surcos y entiendo su
proporción.
La piel rugosa se resiste a ser recorrida. Como un camino
agreste, me hace trastabillar y caer.
La sequedad entonces me envuelve. He caído al suelo árido y
no hay nada alrededor. Escucho el siseo.
Quizá es lo que hay ahí dentro, llenando el espacio
auditivo.
Ahora, sequedad y ruido.
Totalidad y sinsentido.
La llanura se extiende hacia los lados y el calor desdibuja
todo lo que hay alrededor, inclusive la nada.
Las palabras siguen sin aparecer, tampoco se escuchan, se
confunden acaso entre el siseo.
Y te grita. Algo te grita desde un lugar más profundo, desde
donde nacen los surcos, desde donde nacen las ideas.
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