miércoles, marzo 21, 2018

Recuento

En espiral descendente, miro mi laberinto.
Contiene los parajes de arbustos y cetos que le conté al Santo que, entonces, era un niño y un viejo a la vez, que se embarraba mi sangre seca en sus pantaloncillos cortos.

También tiene las escaleras móviles que se mueven según su propia voluntad permitiendo el paso a estantes llenos de libros que, te encuentran a ti, antes de que supieras que los buscabas.

Tiene sus bosques encantados, con árboles de espino donde esposos se pierden llamándose con ternura y olvidando a cada momento quienes son, como si los recuerdos estuvieran en burbujas de jabón, que se revientan regresando al mundo, como en los derroteros de Ende.

Definitivamente, pasea por sus pasillos intrincados, ahora húmedos, ahora cálidos, un Graograman que lleva a Matilda a cuestas, protegiéndola y cuidándola, para siempre. Se hace piedra o León a las caricias de la niña, y la pasea por montañas de arena multicolor que se extiende hasta el infinito.

Si tuviera una ventana seguro se podría ver la niebla de la Sierra de Álvarez o el mar, en cualquiera de sus siete versiones de profundidades inciertas. Un faro seguramente alumbraría la costa, donde al menos, reposan dos estatuas. Una es Ismael. La otra se encuentra rota y enmohecida, como la estatua de sal de las historias de Sabina, esa, ya no mira para atrás.

Habría también una infinidad de habitaciones, revisitadas una y otra vez para adornarlas con algún detalle. O también, para sustraer cosas de ellas, para acondicionar algunas nuevas. Ahora robamos los sellos de madera de la India, que nunca usamos, pero cuyos mandalas crecen sin parar en algunas  paredes de algunos de esos cuartos.

Y por cada habitación sonaría música distinta, todo el tiempo. Ahora escucharíamos, por ejemplo, a Satié, que, como quien no quiere la cosa, se te mete dentro fingiendo ser música de fondo. En los pasillos enmohecidos del laberinto del Santo, una Ariadna-Mary se pone a tocarle una pianola cuyas notas llegan a Xalapa para perderse entre las flores blancas y diminiutas del musgo que crece afuera del Ágora.

Hay también un espacio para los naufragios. Barcos y barcazas rotas, despedazadas encallan en las playas de todos mis mares. Los visitan las sirenas y los adoptan como hogares, de donde no quieren salir, como Eva Barco, que apropósito parecía llamarse así, encerrada por Diógenes entre las paredes de su casa.
Me revisito leyéndome en esos cuartos donde las letras se forman solitas y yo entro para robarlas y ponerlas, acomodaditas aquí, donde le hablo a todos sin hablarle a nadie. Donde espero silente a ese lector que Barthes promete, dara vida a mi texto, entendiendo no lo que escribí, sino aquello que ha de querer entender.
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