viernes, junio 06, 2008

Fotografía

El viento soplaba suave. Mecía sus cabellos de la nuca hacía su cara y algunos de ellos se pegaban en los mocos que nunca aprendió a sonarse. O tal vez era que en realidad nunca entendió lo que su abuela le quería decir cuando decía: -suénate los mocos escuincla!-. Estaba impávida, con sus manitas entrelazadas descansando en su falda negra de lana. Sus piernitas colgaban como palillos, morenas, debajo de su falda y la mantenían sin moverse al observar al hombre delante de ella. Oía su resollar y veía como el sudor había empapado su camisa y aperlaba su frente. Lo observaba con sus ojos pequeños y negros, con sus ojos de niña en su carita tostada por el sol, entrecerrados por las lagañas de la mañana que aún llevaba, por que en cuanto escuchó que empezaban a cargar los troncos a la camioneta de su tío se levantó de la cama, se calzó con sus zapatos de charol maltrechos y se fue corriendo al patio, sin importarle embarrarlos de barro. La detuvo ver a semejante animal, con el resollo de un buey en su cuerpo, con la fuerza de dos bueyes, tan moreno, tan alto, tan suyo -pensó-. Era una niña entonces, pero algo le decía que aquel animal iba a ser parte de su vida, lo supo en cuanto lo vió cargando más troncos y más rápido que los demás. Lo supo cuando el vaho de su sudor de hombre la impregnó y supo distingirlo de la mansedumbre de todos los demás. Sintió una cosquilla en la nariz de un cabello que en un pequeño punto de su longitud, se había aferrado a sus mocos verdes. Fue lo único que la distrajo de su encantamiento. Con su brazo se limpió la nariz, se quitó los mocos y con ellos su niñez, dejándolos embarrados en su brazo.
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